Diana Lacayo nunca imaginó que una huelga de hambre en una iglesia se convertiría en un estado de sitio de nueve días, con la policía afuera y los servicios de electricidad y agua suspendidos al interior.

Sin embargo, para las autoridades nicaragüenses, hasta esa manifestación mínima era un reto que había que aplastar.

Durante casi dos años, desde abril de 2018, los nicaragüenses se han levantado contra el control de una familia, los Ortega, acusados de convertir al país en un feudo personal: el mandato del presidente no tiene plazo límite y sus hijos ocupan puestos importantes en industrias como las del gas y la televisión.

Frente a la agitación, el gobierno ha recurrido a medidas inflexibles para silenciar a la disidencia y a pesar de la economía que se colapsa, las sanciones estadunidenses y la inmigración masiva, el presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, se aferran al poder.

El enfrentamiento en la Iglesia de San Miguel Arcángel dejó claro que ningún lugar es un santuario.

Lacayo y otras ocho mujeres fueron ahí para ver si una huelga de hambre les ayudaba a conseguir la libertad de sus maridos, hermanos e hijos, activistas políticos.

Para cuando terminó, 14 personas, incluido un sacerdote, habían pasado más de una semana encerrados rodeados de policías.

“Nos dejaron como ratas en un agujero”, comentó el reverendo Edwing Román, el pastor que quedó atrapado en la iglesia junto con los manifestantes.

El año pasado, parecía que el presidente estaba en la cuerda floja cuando los nicaragüenses organizaron las manifestaciones más multitudinarias en décadas.

En Nicaragua, las manifestaciones sólo han conducido a más arrestos. La economía está empeorando de manera continua y casi 100 mil personas han huido del país.

Las protestas comenzaron en abril de 2018, cuando ciudades enteras se levantaron.

En un principio, las manifestaciones giraban en torno a los recortes al seguro social, pero pronto se convirtieron en un reproche generalizado contra el gobierno.

Tres meses más tarde, el gobierno recuperó las calles. En una aplastante ofensiva, la policía disparó contra los manifestantes que habían levantado barricadas en todo el país. Murieron más de 300 personas, entre ellas 22 policías.

Buscando refugio

En noviembre, Diana Lacayo y otras mujeres con parientes encarcelados se acercaron a Román y le preguntaron si podían usar su iglesia para hacer una huelga de hambre. El sacerdote aceptó.

Román, de 59 años, es uno de varios sacerdotes en Nicaragua que han asumido un papel de liderazgo durante la insurrección.

Diana Lacayo, de 48 años, y los demás huelguistas de hambre llegaron a San Miguel alrededor de las 9 de la mañana de un jueves y la policía de inmediato rodeó la iglesia, bloquearon las puertas de entrada y se negaron a dejar que Román oficiara misa en su propia iglesia; así que los feligreses rezaron afuera.

El sacerdote logró entrar, pero cuando la comunión estaba por terminar, se fue la luz. Las autoridades habían cortado la luz.

“El padre dijo: ¡Rápido! ¡Llenen los barriles de agua!”, recordó José Román Lanzas, un monaguillo de 13 años.

“Claro, ¿qué creen que hizo el gobierno? Cortó el suministro de agua”.

El niño logró salir, pero cinco personas, entre ellas un abogado y un activista de derechos humanos que estaban apoyando a las mujeres, quedaron atrapados.

Las madres de otros presos intentaron llevar a cabo huelgas similares en otras iglesias. En la Catedral Nacional de Managua, partidarios del gobierno asaltaron y golpearon a un sacerdote.

“Estamos viviendo en un país sin reglas”, dijo el reverendo Rodolfo López, cuya paliza fue captada en video.

“Estamos hablando de una situación en la cual la gente, deliberada y libremente, ofrece sus almas al diablo”.

La huelga de hambre en la catedral terminó en un día, pero en San Miguel, la situación se tornó desesperada.

Por la noche, espectadores arrojaban piedras y sacudían la puerta de metal del garaje. Los voluntarios que trataron de llevarles agua fueron arrestados y acusados de tráfico de armas.

Las mujeres dijeron que el sacerdote les había dicho que estaba dispuesto a morir. Aunque las mujeres estaban dispuestas a dar su vida por la causa, no querían que él perdiera la suya. Usaron el único teléfono que habían conservado con batería para emergencias, le quedaba solo un uno por ciento de batería, y se rindieron.

La Cruz Roja envió una ambulancia y liberó a 14 catorce personas.

Lejos de sentirse derrotadas, las mujeres se sintieron victoriosas: cuando se hizo público el asedio a la iglesia, se condenó a nivel internacional.

El gobierno dijo los manifestantes estaban armados y que los medios de comunicación hicieron caso omiso de las atrocidades, pero los manifestantes rechazan las denuncias.

“Dicen que tenemos misiles, y otras cosas, pero la única arma que tenemos es la bandera y nuestra voz”, afirmó Karen, una manifestante. “Queremos una Nicaragua libre”.

Fuente: excelsior.